Custodio - Historia de un perro leal

Custodio era hijo de un majestuoso perro llamado El Capitán, al que los niños de la hacienda conocían cariñosamente como "El Capi". Pero a diferencia de su padre —un enorme perro lobo de hermoso pelaje y mandíbulas potentes—, Custodio era medio aguacatero, quizás por el linaje callejero de su madre. Sin embargo, en nobleza y lealtad, Custodio no solo igualaba al Capi, sino que bien podría decirse que lo sobrepasaba.

La muerte del Capi fue tan trágica como hermosa. Cayó a machetazos defendiendo a su dueño, un hombre de buen corazón, pero perdidamente borracho, quien había quedado dormido al borde de un camino rural. Los malhechores que lo encontraron tirado no contaron con la fiereza del Capi. Cuando el hombre despertó de su borrachera y supo cómo había muerto su fiel compañero por salvarlo, no pudo soportar la pena y la vergüenza. Se quitó la vida.

La viuda, destrozada por tanto dolor, regaló al cachorrito Custodio a su compadre Dimas, un hombre que no bebía y además amaba a los perros. No podía quedarse con él: cada vez que miraba al cachorro, revivía la dolorosa muerte del noble Capi.

Durante muchos años, Custodio vivió al lado de Dimas como su sombra más fiel. Pero por caprichos del destino, la esposa de Dimas no era amante de los perros. Conforme Custodio envejecía —su andar se volvía lento, su pelaje perdía el lustre—, la presencia del animal comenzó a incomodar a la mujer. Día tras día hostigaba a su marido, insistiéndole que debía sacrificar a aquel perro viejo que podía hasta traer enfermedades a sus hijos.

Ofendido por estas quejas, Dimas comenzó a llevarse a Custodio a todas partes, liberando así a su mujer de su "tormento". Pero la paz del hogar ya estaba rota, muy lejos quedaban aquellos días en que Custodio era un cachorro hermoso y juguetón.

No eran ricos, mas tampoco pobres, y se preciaban de ser gente honrada. Dimas había heredado de su padre un reloj bañado en oro, y siendo un hombre ajeno al lujo, aquel era el objeto más valioso que poseía.

Un buen día tuvo que ir al pueblo a pagar una deuda al banco. Por supuesto, se llevó a Custodio. Su mujer le había preparado un par de alforjas: en una, quince mil pesos para el banco; en la otra, un generoso almuerzo que sabía Dimas compartiría con el perro.

Al mediodía, cansado de cabalgar, con Custodio jadeando tras haber seguido a la mula, se detuvieron a orillas de un río. Después de compartir el almuerzo, Dimas se quedó dormido mientras Custodio montaba guardia a su lado.

Al despertar, Dimas se quitó el reloj de su padre para lavarse cara y manos en el río, y reanudó el viaje con prisa. De manera inusual, Custodio estaba sumamente inquieto: no dejaba de ladrar y saltar alrededor de la mula, que se había puesto nerviosa.

Finalmente, Dimas se exasperó con la actitud del perro. "Quizás mi mujer tenga razón", pensó, "Custodio ya está muy viejo". Sacó su pistola y se dispuso a sacrificar a su amigo, creyendo que era hora de que descansara en paz, pues parecía que la edad lo estaba enloqueciendo.

Justo cuando Dimas apretó el gatillo, Custodio saltó hacia él y la mula, tratando desesperadamente de llamar su atención. El disparo, que iba dirigido a la cabeza del animal, se incrustó en su cuello. Custodio soltó un chillido de dolor y corrió de vuelta por el camino.

"Querido amigo", murmuró Dimas con pesar, "seguramente morirás en el monte, pero al fin tendrás tu merecido descanso".

Al llegar al pueblo, Dimas descubrió horrorizado que no llevaba ni las alforjas ni el reloj de oro de su padre. Partió de regreso al galope hasta el lugar del río donde habían almorzado.

Allí encontró a Custodio tendido en un charco de sangre, pero cuidando fielmente las alforjas y el reloj que yacía a su lado. Al verlo llegar, el moribundo animal movió la cola y gimió suavemente, entre el dolor y la alegría.

Con los ojos anegados en lágrimas, Dimas, sintiéndose morir, se abalanzó sobre Custodio para abrazarlo. El perro agitó su cola con plena dicha, lamió por última vez la cara de su amo, exhaló su último suspiro y partió finalmente a reunirse con su majestuoso padre, El Capitán.

La lealtad verdadera no conoce de razas ni apariencias. Como su noble padre, Custodio había dado la vida defendiendo lo que más amaba.