Éramos jóvenes.
Éramos hermosos.
Nos reíamos de todo
y de nada también.
Éramos una melodiosa canción en el viento.
No nos preocupábamos por el futuro,
porque lo teníamos todo resuelto
en nuestras mentes,
construido de puras fantasías.
Todo era tan maravilloso:
sentarnos con un grupo de amigos,
pasar horas interminables allí,
haciendo absolutamente nada,
bajo las ramas de un hermoso árbol de Ficus.
No había nada que hacer,
pero teníamos el mundo bajo control.
En verdad, vivíamos en completo caos,
tan vulnerables como una tortuga recién nacida:
de cada 100, 99 hermanos mueren.
Pasó el tiempo,
y llenó nuestras almas y piel de grietas.
Si puedes pagar por un cirujano—uno de los caros—
puedes arreglar eso por un tiempo,
hasta que empiezas a verte grotesco,
más feo que los ancianos naturales de tu edad.
La fealdad causada por las grietas en la piel
es irreversible.
Solo puedes cambiarla por la fealdad del escalpelo y el Botox.
Las grietas en el alma, esas sí se pueden curar.
Se curan con perdón,
con olvido selectivo,
con amor por la humanidad
y por la naturaleza.
Pero no es fácil.
Necesitarás el optimismo que tenías cuando éramos jóvenes.
Necesitarás regresar al árbol de Ficus
y creer una vez más que todo es posible.
Éramos jóvenes.
Éramos hermosos...