En los atardeceres postrimeros de marzo, cuando el sol apunta hacia su primer equinoccio, retornan a mi mente, cual algarabía de mariposas ithomiini, las reminiscencias mágicas de una infancia que se fue sin avisar y que solo reencarnará en la fantasía infinita de mi hija Kathya y de aquellos que están por venir.
Entrelazada con mis recuerdos, sempiterna y robusta, se alza la imagen de mi abuelo paterno, Papa-Alfredo. San Gerardino de corazón, madrugador empedernido y amante del coloquio, fue el primero de cinco hermanos: Alfredo, Marta, Toño, Concha y Blanca; los últimos tres muditos de nacimiento. De Toño, siempre elogiaba su habilidad con las herramientas de carpintería y su reciedumbre a la hora del trabajo; de sus hermanas, sin embargo, apenas puedo recordar algún comentario vago.
A pesar de su humilde linaje y escasa formación académica, siempre mostró un interés inusual por la ciencia. En las tardes, después de que el trabajo había terminado, lo recuerdo acostado en su hamaca, luchando con el Álgebra de Baldor, desentrañando los inextricables secretos de la regla de tres o ecuaciones con una y dos incógnitas. Fue esa misma fascinación por la ciencia la que lo llevaría a convertirse en idóneo en farmacia, como él mismo comentaría con orgullo. Paradójicamente, también fue siempre despectivo de la parafernalia y el lujo que enloquece a otros, y enemigo de la violencia y el alcohol: "Mientras no pruebe una gota de licor, estoy seguro de que no robaré ni mataré, porque el licor transforma al hombre en bestia", solía repetir; asumo que estaba parafraseando a algún escritor antiguo que había leído.
La vida había alcanzado su cúspide para él cuando, junto con Francisca (Mama-Paca), procreó doce hijos: Alfredo, Juan Antonio (mi padre), Delfina, Argelia, María Félix, Norma Delmy, Luis Hermógenes, Belisa, Teresa, Andrés, Roberto y Patricia. Varios de ellos profesionales y otros en camino de serlo—una hazaña casi utópica para una familia de San Gerardo en aquellos días. Como resultado de su honesto trabajo como comerciante, agricultor y ganadero, poseía la Farmacia Jovel y La Chácara, La Joya y El Llenadero, pequeñas propiedades para uso pastoral más que agrícola, en las cercanías del pueblo, que juntas no alcanzaban las 70 manzanas de extensión. Sin embargo, a principios de la década de 1980, cuando las divergencias socioeconómicas presagiaban para El Salvador no otra salida que una sangrienta guerra que duraría los próximos diez años—y que por supuesto permanecería indeleble en la memoria de quienes la vivieron—, se vio obligado a migrar con su prole, primero a Costa Rica y desde allí a Nicaragua.
El futuro se aparecía incierto, pero no importaba, Francisca, su compañera de toda la vida, estaría a su lado para subir juntos la escarpada. Desafortunadamente, no por mucho tiempo. El 2 de agosto de 1982, un cáncer uterino fratricida cegaría la vida de su amada compañera. Y él, en esos mismos atardeceres marceños que evoqué al principio, solía vagar con sus recuerdos en los campos adyacentes al camino que conduce a la comarca Los Lechecuagos en León. Una vez le dijo a mi madre que durante sus caminatas vespertinas —aunque siempre lo pensé ateo— le pedía a Dios que se la devolviera, aunque fuera solo por unos momentos. "Siempre viví enamorado de ella, y ella satisfecha conmigo", solía decir.
Solo el tiempo, la generosidad de los nicaragüenses y la cercanía afectiva con sus hijos aliviarían el peso de su carga. Volvería a sonreír, disfrutaría despertar con el amanecer y acostarse con el crepúsculo, ¡e incluso volvería a enamorarse! Mas nunca de mujer alguna, sino de aquella, su nueva patria que le había dado abrigo—¡su generosa Nicaragua!
Y aprendió sobre cosechas de algodón y de café, y fue pulpero y artesano de atarallas de malla fina. Hasta que, para el deleite de su alma campesina, y gracias a su primogénito —por entonces cirujano en algún hospital de Saint Louis, Missouri—, regresó a la querida campiña. Adquirió una pequeña finca de unas 45 manzanas en la comarca Cabo de Hornos, el lugar más seco de Nicaragua después de Ciudad Darío. Y allí se ocupó del ganado, y del pasto Taiwan, y del pasto estrella, y del jaragua; y aprendió a comer quesillos con tiste y a decir "idiay," "chunche," "chochada," y muchas otras palabras que emergían del rico patrimonio coloquial.
Y como no hay mal que dure cien años ni cuerpo que pueda resistirlo, el 4 de abril de 1990 —en Ginebra, Suiza— el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional y el gobierno salvadoreño de Alfredo Cristiani pondrían fin a diez años de zozobra y dolor. Atlacatl, Bracamontes y D'Abuisson dejaron de ser palabras que inspiraban terror para convertirse en nada más que recuerdos vergonzosos. Oscar Arnulfo Romero, Sumpúl y Mozote, sin embargo, permanecerían en la memoria como cicatrices dolorosas imposibles de borrar. En resumen, los Torogoces de Morazán abandonaron Guazapa para ir a cantar a la paz.
En septiembre de 1992, Papa-Alfredo regresó a su patria. Colgó su hamaca entre los mismos dos postes del corredor de la casa, reabrió la Farmacia Jovel y volvió a trabajar con vacas en La Chácara. Pero nada volvería a ser igual nunca más. Una mezcla de alegría y tristeza opresiva lo invadiría: alegría por el reencuentro con la escena de un pasado mágico, y tristeza opresiva porque una parte importante de su vida había quedado en Nicaragua.
Y como es la regla de la vida, el tiempo, preciso e inexorable, corta y ralentiza las facultades de todo hombre. Pero él ahora, en el crepúsculo de su viaje, sigue ahí, su decoro y nobleza intactos y su ternura y benevolencia multiplicados, siendo por naturaleza lo que otros solo sueñan con llegar a ser.
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